Por Margarita Ungo

Desde hace un tiempo, estoy estudiando la historia de diferentes pueblos, y cómo han encontrado las maneras de sobreponerse al infortunio, incluso a las grandes tragedias humanas. Estudio que me ha resultado fascinante. Hoy les quiero invitar a asomarnos al Japón, y parte de su cultura. En especial la forma que se desarrolló allí el Budismo, y cómo embelleció el espíritu de su pueblo, los ayudó a forjar una cultura maravillosa y luego a renacer de la peor catástrofe, tras la segunda guerra mundial y las devastadoras bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Como Uds. saben el Budismo se originó en la India, en el siglo VI antes de Cristo. Allí se desarrolló y fue integrado dentro otras religiones que fueron adquiriendo supremacía en esos pueblos, de modo que el budismo casi se extinguió en la India. Pero se expandió en la China, teniendo allí nuevos desarrollos, y luego en Corea, el sudeste Asiático y más tarde en Japón.
La llegada del Budismo al Japón se fue haciendo en varias olas, como suele pasar, alcanzando a grupos muy pequeños al comienzo y levantando resistencias. Con el paso de los siglos fue calando más hondo en la cultura japonesa, hasta alcanzar una gran expansión en lo que se conoce como el período Kamakura, que se extendió entre los años 1185 y 1392.
En el siglo XIII después de Cristo, se instala en Japón una nueva mirada del Budismo, el ZEN, que otorga profundidad, sutileza y belleza a la cultura japonesa. La mirada poética de la vida del Zen, se une a la bella mitología fundadora del pueblo japonés, en una poderosa alianza.
La religión originaria, el Sintoísmo, con muchas diosas y dioses, de corte naturalista, permite que nuevos templos y altares se instalen, se creen equivalencias entre las figuras mitológicas antiguas y las nuevas, y surjan síntesis creativas propias de un pueblo insular, más aislado del resto del mundo, que los pueblos continentales. Los kami, son los incontables espíritus del sintoísmo, que conviven con los vivos, en el plano de lo no visible. Entre esos incontables espíritus, los Budas y Amatarasu, la diosa del sol que dio origen al pueblo japonés, según la mitología originaria, conviven en armonía.
Me quiero detener en un hito especialmente singular en la historia de este pueblo.
En lo se conoce como el período Asuka, (552 al 710), ocurrió un hito extraordinario. El emperador Sotuko, que unifica al Japón, hasta entonces dividido en fracciones que guerreaban entre ellas, basa esa unificación, y creación de un pueblo en una ética Budista.
Sí, estás leyendo bien. Política basada en una ética. Creó una constitución de 17 artículos que establece las bases espirituales, filosóficas y éticas de la conducta del pueblo y sobretodo de sus gobernantes.
El Budismo suavizó el carácter del pueblo japonés, aportó el concepto y las prácticas de compasión, y la experiencia de la fraternidad. Aportó una manera de entender la experiencia de ser un ser humano, de entender el mundo, y la vida. La contemplación del instante presente, el sentido del vacío, que hace posible contemplar el alma. Los rituales que insinúan con sutiliza, como la ceremonia del té, el origami, el arte de las geishas , los jardines zen que invitan a una relación poética con el presente, la contemplación y la espiritualidad.
Es verdad que en el pueblo japonés, como en todos los pueblos, conviven y han convivido fuerzas opuestas. Así como floreció la delicadeza del Budismo, siempre estuvieron vivas las semillas de la violencia, y el odio, pero el riego de los rituales en los que se engarza en lo cotidiano una bella espiritualidad, dejaron huellas profundas. Esas huellas parecieron perderse en los tiempos terribles de la segunda guerra mundial, pero como veremos, estaban latentes esperando ser reencontradas.
Un pueblo se lanza a la tragedia
Cuando los japoneses se vieron obligados a abrirse al mundo, tras 220 años de voluntario aislamiento, que inició en 1639, con el que intentaron protegerse de “los bárbaros” colonizadores occidentales, comenzaron una escalada bélica atroz.
El huevo de la serpiente empezó a gestarse en esos siglos en que expulsaron a todos los extranjeros y las relaciones comerciales se redujeron al mínimo. Temerosos del espíritu colonizador europeo, que ya estaba sojuzgando y colonizando parte del Asia oriental, crearon un régimen muy autoritario que impedía incluso que los japoneses salieran de su territorio.
La locura del espíritu imperialista de los albores de la segunda guerra mundial, también prendió en los japoneses, que aprovecharon los cambios geopolíticos ocasionados en la primera guerra mundial, para invadir la China y Corea cometiendo crueldades inenarrables. Se perdió el sentido caballeresco de los legendarios samurái, que peleaban con honor, con reglas, y arte.
Japón entra en la segunda guerra mundial formando la alianza del eje, con la Alemania Nazi y el fascismo Italiano. Sin ninguna huella en su historia de formas políticas democráticas, se sintió más identificada con los regímenes autoritarios.
Como suele pasar cuando se enciende el espíritu de la guerra, la soberbia de las batallas ganadas en su avance en China, los llevó a desafiar a los EEUU, en el famoso ataque a Pearl Harbor en 1941, firmando así su destino de derrota colosal, que terminó de imponerse con los impensables ataques atómicos norteamericanos sobre Hiroshima y Nagasaki.
Terminó así “el suicidio de la razón” que significaron las dos guerras mundiales, y Japón como muchos de los pueblos más afectados por la guerra, empezó el proceso de reconstrucción.
La fuerza del espíritu, reencontrando las raíces ancestrales y las enseñanzas budistas
Para la mentalidad japonesa, la rendición era un acto de deshonor, y no concebían la vida sin honor. Por esta razón, y por los suicidios que comenzaron a ocurrir tras la derrota de Japón y su rendición incondicional, el emperador, que aún conservaba atributos divinos, ordenó a los japoneses conservar la vida, en sus palabras, soportar lo insoportable.
Les ordenó vivir, y tras esta orden, empezó uno de los primeros cuidados hacia su pueblo, cuidar la mente de la gente.
Todas las familias debían estar unidas, y hacer juntos oficios creativos, como el origami. Al final del día pasaba una comitiva que compraba a las familias el producto del día, de modo que todas las mañanas había un motivo para levantarse, la familia permanecía unida e iban de a poquito rearmando el tejido social basado en la ayuda mutua y la solidaridad.
Japón estuvo ocupado por EEUU durante 7 años, en los que se hicieron muchas reformas para democratizarlos, aunque se conservó la figura y dignidad del emperador en un rol más simbólico que de gobierno.
Si bien Estado Unidos, ayudó a la reconstrucción de Japón, les llevó su tiempo volver a levantar sus industrias, de modo que impedidos en un comienzo de orientar la reconstrucción hacia afuera, se dedicaron a la reconstrucción interior. A forjar la fuerza del espíritu. Así es que incentivan los “oficios inútiles” para proteger la mente. Y ya veremos como este arte milenario meticuloso que siguieron cultivando los ayudó cuando las condiciones fueron propicias para el florecimiento de su industria. Los japoneses se volvieron expertos en la fabricación de lo diminuto, como transistores, microchips y otros productos de eficiencia energética
Como a los alemanes, les tocó tener que convivir con la vergüenza de los horrores que protagonizaron, y de haber lanzado al mundo a una destrucción nunca antes vista. Recordemos que los japoneses se arrojaron a la aventura imperialista unos años antes que comenzara la segunda guerra mundial, y una vez iniciada se aliaron con la ideología Hitleriana de la superioridad de algunos pueblos sobre otros, en una escalada soberbia y cruel.
Pero llegó el momento de parar y preguntarse qué les había pasado, cómo habían llegado a desencadenar y ser responsables de tantos horrores.
Para exorcizar colectivamente la vergüenza, crearon un museo histórico, el museo nacional de Showa, en el que se muestra la vida de los japoneses durante y después de la segunda guerra, con el objetivo de transmitir las penurias de la guerra a las futuras generaciones.
La constitución de Japón que se aprobó en 1947, inmediatamente después de la guerra, en su artículo 7, renuncia formalmente a la guerra como derecho, y prohíbe la resolución de disputas internacionales a través del uso de la fuerza.
En 1995, el primer ministro socialista Murayama, en una sobria ceremonia pidió perdón “por una política nacional equivocada, que condujo a un colonialismo y una agresión que causaron un sufrimiento y daño tremendos a los habitantes de muchos países, particularmente en Asia.” “Ahora que Japón disfruta de paz y abundancia…. debemos transmitir a las jóvenes generaciones los horrores de la guerra para que no se vuelvan a repetir los errores de nuestra historia”.
Pero más allá de estos gestos institucionales imprescindibles, está la reconstrucción interior de un pueblo y de sus individuos.
Y aquí las huellas de las enseñanzas del budismo, volvieron a sugerir un camino conocido.
La práctica de la paciencia, la laboriosidad, la solidaridad, el desapego del odio y cualquier emoción negativa. La aceptación que permite mirar la verdad de lo ocurrido sin quedar atrapados en la vergüenza paralizante. La capacidad de soltar los lastres del alma, para, fieles a su herencia cultural permitirse explorar los caminos de transformarla.
Las artesanías a las que se abocaron, a la salida de la guerra, la meticulosa capacidad de pintar en un dedal un paisaje completo, la práctica del kinsugi en el que se parte de pedazos rotos para recomponerlos dejando ver los trazos de los quiebres, pero embelleciéndolos con materiales nobles, fueron preparando el alma, la mente y las manos, para cuando las circunstancias permitieron el resurgir de su industria.
Los japoneses ya habían cultivado el arte de incorporar los conocimientos de afuera, integrarlos, mejorarlos, y hacerlos suyos. Así fue como, dejando atrás el lastre del odio, que podrían sentir hacia los que perpetraron la masacre de las bombas atómicas, aprendieron de la tecnología norteamericana, la integraron, la mejoraron, la miniaturizaron y la expandieron. Si hubieran quedado presos del odio, no hubieran podido aprender de los norteamericanos que estaban ocupando su país. Pero ellos aprendieron, con humildad iban preparando el terreno para cuando soplaran vientos propicios.
Lentamente van recomponiendo el tejido social, comprendiendo los cambios que debían hacer, para abrirse al mundo. La guerra de Corea, que los norteamericanos estaban peleando, les permitió abastecer al ejército otrora enemigo, y dejó de ser un país ocupado para ser un país aliado. Le condonan la deuda contraída en la segunda guerra mundial, y Japón encuentra el camino del despegue tecnológico. Copian y mejoran la tecnología de punta en el mundo y se vuelven una sociedad pujante y adelantada.
Las piezas rotas y recompuestas del Kinsugi, se vuelven una bella metáfora de sí mismos. Frente a la adversidad, se puede encontrar el camino, si se acepta completamente el daño, para aprender de lo vivido. Con las cicatrices visibles, que muestran justamente la resiliencia de un pueblo, es posible crear algo nuevo útil y bello. Ya no hay vergüenza en las cicatrices, hay esperanza, y marcan el camino hacia un nuevo futuro.