Era semana santa y estábamos en el campo en Maldonado con familiares que nos visitaban.
Esa mañana, habíamos bajado al arroyo buscando el calorcito de otoño y la frescura del agua en los pies, rodeadas de naturaleza pintada de verde, amarillo y ocres, escuchando el arrullo del agua que acariciaba las rocas.
Una de las queridas personas que nos visitaba había tenido varias experiencias difíciles dentro del núcleo familiar durante ese último mes. Se habían sucedido varios malos entendidos que generaron sufrimiento y separaciones. Ella decía que, en esos días, su mente no había parado de pensar y que estaba agotada. En la chacra, abrazada por el cariño familiar y la naturaleza que invitaba al disfrute, comenzaba a tener paz y calma.
Poniéndonos al día, en el ir y venir de historias contadas desde el corazón, alguien recordó una enseñanza de buda que paso a narrarles.
Buda estaba con su discípulo Ananda caminando en viaje hacia una ciudad próxima. En un recodo del camino el Buda se detiene y le pide a Ananda que le traiga agua. “Hace poco cruzamos una cañada, y vi que había agua limpia”-ve por favor y tráeme un poco, mientras descanso.
Al rato, Ananda vuelve con el cuenco vacío, argumentando que en ese río justo había pasado una carreta y el agua estaba sucia, llena de hojas muertas, tierra y que el agua ya no era bebible.
Buda, vuelve a insistir pidiéndole que vuelva al río, se siente y espere.
Le dijo, “ten cuidado, ¡no te metas al río! Simplemente espera sin hacer nada y observa.
Entonces Ananda fue nuevamente el río, un poco molesto por el pedido de su maestro, él pensaba que más adelante en el camino encontrarían otro río con aguas más limpias.
Cuando Ananda llegó al río se sentó en la orilla y observó. Además de ver la corriente de agua aún llena de hojas notó su mente agitada, enojada.
Y entonces hizo lo que le pidió el maestro, se sentó y esperó.
Al cabo de un ratito, observó que las hojas y el barro se iban asentando en el lecho del río y el agua comenzaba a recobrar su calidad cristalina. Cuando la cañada volvió a lucir su claridad, Ananda comprendió la lección de su maestro.
¡Su mente también se había tranquilizado! Ananda llenó su cuenco y se lo llevó a Buda.
La mente al igual que el agua del río puede estar clara y reflejar la realidad con nitidez, o puede estar turbia, y reflejar de forma distorsionada la realidad.
Luego de escuchar la historia, hicimos una pausa y nadie habló. Por unos instantes solo se escuchaba el agua que corría cantarina.
Quizás muchos de nosotros sentimos alivio en ese momento, pues como Ananda y el río agitado, podíamos confiar en que las aguas se calmarían.
Paula Brandino